acerca del autor

Alejandro Spiegel Es doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires, profesor titular de Informática en Ciencias de la Educación y dirige el grupo de investigación TecMovAE en la Universidad Tecnológica Nacional. Es autor de diversos libros sobre educación, literatura y la enseñanza escolar con tecnologías de la comunicación.

Autor: Alejandro Spiegel

La distancia justa

Publicado el 18 de Marzo de 2016 a las 5:02p.m.

Según el diccionario de la RAE, “distancia” es el “Espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos”; o personas, agrego. Más allá de los datos objetivos del “espacio o intervalo de lugar” antes referidos, están las percepciones de distancia o cercanía. Éstas surgen a partir de la combinación de esos datos objetivos y componentes subjetivos: una persona puede estar a pocos centímetros de otros y sentirse muy lejos. Y uno se siente “sapo de otro pozo”, por citar una de las expresiones populares que ilustran esta sensación. Algo parecido ocurre en el caso inverso, cuando estando a miles de kilómetros de alguien querido, podemos sentirnos muy cerca. En esas ocasiones, la distancia objetiva se licua, se virtualiza, y nos sentimos acompañados, cerca, incluso abrazados por aquella persona.

A propósito de virtualidades, en determinadas circunstancias, los dispositivos tecnológicos son muy relevantes para percibir la lejanía o la cercanía. Alguien que no puede quitar los ojos de la pantalla o que está atento a cada señal que emite su dispositivo móvil, no está con nosotros, o no totalmente. A través de su pantalla, está “en otro lado”. En sentido contrario, los mismos dispositivos que podían alejar a nuestro interlocutor, sumados al avance de las comunicaciones, facilitan que nuestras palabras, nuestras voces y nuestras imágenes lleguen al destinatario casi sin mediar tiempo alguno. Y lo mismo ocurre cuando hay otro que desde lejos quiere comunicarse con nosotros. 

Efectivamente, la comunicación acerca: cuando nos dicen algo que nos importa o decimos algo valioso para otro, el espacio material, el físico entre nosotros, se acorta, se achica. Mucho. Muchísimo o poco, dependiendo –claro– de otros factores, por ejemplo, quiénes son los participantes de la comunicación, cuándo y cómo lo dicen, etcétera.

Esta relativización de los centímetros o los kilómetros también aparece en escenas de enseñanza formal, tanto en la educación presencial, como en las distintas modalidades de educación a distancia. De hecho, ¿quién, alguna vez en la escuela o en la universidad, no se ha sentido solo, con la angustia de no comprender aquello que se está tratando en clase, su relevancia o su relación con sus preocupaciones? En esas ocasiones sentimos que nadie a nuestro alrededor nos registra, comprende o le importa lo que nos pasa. Y en ese momento, no es relevante si efectivamente estas sensaciones y percepciones se corresponden o no con lo que les ocurre a las otras personas, por ejemplo al docente:   la soledad es tan real como la percibamos. En este sentido, el diseño de los materiales digitales y las estrategias de seguimiento pedagógico incluidas en iniciativas de educación virtual, determina en parte cuán solo se sentirá el estudiante que “asiste” a clases o interviene en debates desde su pantalla, sentado en soledad, objetivamente lejos del resto del grupo de compañeros y de su docente. Es que más allá de la cercanía física, las sensaciones de presencia o de distancia se construyen, y esa persona que participa aparentemente en soledad, de una instancia de capacitación, puede sentirse acompañada y apoyada por sus docentes y tutores, formando parte de un grupo de estudiantes que probablemente nunca verá personalmente.

Otra escena interesante para pensar es la que se extiende entre nosotros y aquello –por ejemplo, la información– que miramos o leemos.

Experimentemos: ubiquemos una hoja escrita con tipografía tamaño 11 a una distancia de un centímetro de nuestros ojos: ¿qué información podemos leer? La mayoría no ve nada o, cuanto mucho, manchas de la tinta con la que está escrita la información en la hoja.

Continuemos la experiencia: ahora ubiquemos la misma hoja a 20 metros de distancia. ¿qué podemos leer de su contenido? Probablemente nada. En estas experiencias, que difieren mucho en las condiciones materiales de la lectura (1 cm vs 20 metros), arrojan el mismo resultado: no vemos nada.

Esto es lo que argumenta White (2006) respecto a la distancia que separa a los niños y jóvenes de las pantallas. Y explica que las nuevas generaciones, fascinadas por las TIC y su fácil manejo, están demasiado cerca de las pantallas, que hay muchas cuestiones de las que no se percatan, que no leen justamente por su excesiva cercanía al dispositivo. Su inmersión en el mundo digital no les permite ni siquiera identificar lo que allí está escrito. O todo lo que allí se escribe. Más aun por la velocidad con la que interactúan. Cuando tenemos algún problema para leer algo, automáticamente suspendemos lo que estamos haciendo e intentamos enfocar la vista. Pero, a la velocidad de lo instantáneo, este tiempo no existe. La lectura es fugaz, a vistazos. Y, para colmo, demasiado cerca.

De este modo, muchos terminan siendo presa fácil para determinadas promociones comerciales o trampas contractuales por las que sin darse cuenta ceden derechos, datos, intimidad, etc. Tampoco, claro, identifican otras opciones de uso alternativas a las que ya conocen,  las que aprendieron en soledad o con algún compañero. Y estas otras opciones que no llegan a vislumbrar podrían ser –y frecuentemente son– más interesantes o desafiantes que las que repiten día a día.

Muchas veces nos da la sensación que los niños y jóvenes navegan y manejan sus dispositivos digitales como “peces en el agua”. Ellos mismos generalmente lo sienten fascinados por la interactividad multimedia que les ofrecen estos aparatos. Con cierta frecuencia, estas sensaciones llevan a algunas familias a darles estos dispositivos para  entretenerlos, para que estén tranquilos y ubicados en un lugar seguro, y así poder avanzar con tareas domésticas y/o con la jornada laboral que, justamente, estas tecnologías han incrementado, llevando el trabajo a todo lugar, a todo momento. Más aún, muchas veces la decisión de dejar a los niños solos con las pantallas está cobijada por la propia fascinación que brota cuando los vemos manejando sin problemas lo que a nosotros nos costaría trabajo. Mientras tanto, ellos juegan, interactúan con la computadora o con otras personas, se divierten y se sienten libres, según expresan en diversas investigaciones académicas. De hecho, según algunos autores, esto no es malo, sino todo lo contrario: hablan de aprendizajes y determinadas capacidades que desarrollan en estas interacciones. Según estas posturas, nada habría que hacer, sino dejarlos y, en todo caso, proponerles algunas actividades, siempre con alguna pantalla de por medio. En ese sentido, ya hay algunas expresiones que se han hecho de sentido común, como que “ese es su lenguaje” o que así se “preparan para la vida o para el trabajo”.

En otro artículo podríamos analizar cada una de estas expresiones y ver cuáles serían las condiciones para que ocurra cada una, si es que alguna vez ocurre. Aquí nos proponemos pensar en todo el tiempo que pasan demasiado cerca de las pantallas y, como contrapunto, la distancia que los separa de los adultos. En otros términos, una libertad que puede parecerse demasiado a la soledad.

Veamos: en sus interacciones con los dispositivos digitales, hay opciones que conocen y que los divierten. Y hay otras que no conocen, que también podrían interesarles; hay informaciones que consultan y muchas otras que no; gente con la que interactúan y también hay muchas otras personas con las que podrían hacerlo, incluso, sumándose  a distintas actividades que les importen. Y entre la gente con la interactúan, hay alguna que conocen del barrio, de la familia, de la escuela. También hay otros a los que nunca les han visto la cara. Y de estos últimos, no hay mucho que sepan, sólo aquello que les dejen conocer.

Nuevamente, la distancia. En este caso, la que permite o facilita que cada uno diga y se presente como guste presentarse. Para  bien o para mal.

Y todo esto ocurre mientras alrededor o en el centro de la pantalla aparecen opciones para comprar, gastar dinero, participar en concursos, etc.; o algunas menos evidentes en las que les ofrecen compartir sus datos personales, haciendo visible para otros su identidad, sus hábitos y los de su familia.

Mientras tanto, las reglas y las prácticas frecuentes que se desarrollan en los juegos de los que participan, incluyen muchas veces distintas formas de violencia. Y todo esto sin mencionar que la comunicación interactiva de la que participan está llena de metáforas, de recursos para llamar de otra manera aquello que, de este modo, queda detrás de la forma de referirlo: así aparecen los amigos que, en realidad, son contactos de una agenda; la “nube”, que no tiene nada de que ver con la evaporación del agua y mucho con servidores muy concretos que almacenan lo que les damos y, así, pasan a ser dueños de ello; los niños “ven” lo que aparece publicado en alguna red social y creen que lo vieron con sus propios ojos (menospreciando el peso que tiene la edición y el montaje que cada comunicación implica, etc.).

Y podríamos seguir dando ejemplos. Cada uno de los lectores los tiene.

Pero enfoquemos ahora a la distancia que toman o en la que se encuentran los adultos  mientras todo esto sucede. White (2006) recomienda que ayudemos a las nuevas generaciones a distanciarse de las pantallas. ¿Cuánto? Propone la metáfora del espectador de cine, que a buena distancia puede ver “toda” la pantalla. Pero… si bien es cierto que estos ven toda la pantalla, también es cierto que la lejanía también dificulta identificar todos los detalles. Además, la interactividad requiere de alguna cercanía y, finalmente, eso es lo que quieren los niños y jóvenes ¿y entonces? Ni demasiado cerca ni demasiado lejos. ¿Cuál sería esta distancia?

Ricoeur (2001) propone pensar en una distancia “justa”, la que permite juzgar[1]. ¿Cómo podríamos ayudar a los jóvenes a lograr esta distancia, si es que ellos eligen la máxima cercanía posible? Antes de responder, acerca de los cómo, pensemos en quién.

Dadas las dificultades de la tarea y de las pocas oportunidades que tienen las familias para desarrollarla, es la escuela la que debe superar la soledad que tienen los niños y  jóvenes en estas circunstancias. Y sí, somos nosotros los docentes los que debiéramos hacerlo. ¿Cómo?, ¿con qué herramientas? Reestableciendo la palabra, el diálogo respecto a lo que viven los alumnos fuera de la escuela, especialmente frente a sus pantallas. Jerarquizando las expresiones que puedan volcar los alumnos, aprovechando los emergentes que surjan para brindar nuevos elementos de juicio, para que puedan contextualizar lo que les ocurre.

Seguramente habremos escuchado la expresión “nativos digitales” para referir a nuestros alumnos, con expresiones que explican que “nacieron con la tecnología”, que les resulta natural, etc. Más allá de esto, que creo que es una categoría tramposa, que no sirve para describir la complejidad de las interacciones con los dispositivos digitales,  si sólo por un momento aceptamos que hay nativos digitales, digamos que esos mismos jóvenes son inmigrantes de la historia, de la cultura. Y como a cualquier inmigrante, es necesario enseñarle las características del territorio, de las reglas. Todas las cuestiones que los programas o aplicaciones que usan no enseñan, que no necesitan enseñarles. Todas, cuestiones que quedan en nuestras manos.

Y, nuevamente, ¿cómo llevar a cabo esta tarea? Con preguntas, con desafíos que tengan que pensar y responder usando o no sus dispositivos. Aprovechar el tiempo de encuentro con sus compañeros y con su maestro para pensar y dialogar a partir de buenas preguntas; preguntas que los interpelen, para comenzar, a narrar lo que hacen frente a sus pantallas, a ponerlo en palabras, a compartirlo, analizarlo en grupo.  Muchas de las interacciones que tienen con sus computadoras son rápidas, espasmódicas y fragmentarias. Incluirlas en la “calma” de una narración, no es sólo un primer paso, es abrir la oportunidad para conocerlos mejor y para que surjan emergentes que puedan luego aprovecharse para dar nuevos elementos para que puedan decidir mejor.

Narrar en el aula lo que hacen, lo que viven a través de sus dispositivos, no es una tarea menor: es también una forma de ayudarles a tomar distancia de la pantalla y de acercarse al grupo y al docente. Y claro, cuanto más narración haya, cuanto más confianza se construya, cuanto mejores preguntas se formulen, más cercanía se logra, mientras que los niños y jóvenes aprenden a “ajustar” la distancia con la que interactúan con las tecnologías digitales.

 

Referencias bibliográficas

Ricoeur, P. (2001) “Autonomía y vulnerabilidad” en Le Juste 2. Esprit, París, pp. 85-105.

White, M. (2006) The Body and the Screen: Theories of Internet Spectatorship. MIT Press, Cambridge, MA.



[1] De hecho, en su texto analiza el problema análogo que tienen los jueces para ser ecuánimes: de la distancia que deberían tomar respecto de los argumentos de cada parte involucrada.

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